lunes, 19 de febrero de 2018

¿POR QUÉ Y PARA QUIÉN ESCRIBIR?

                            Emilio González Martínez
                                                                   POETA Y PSICOANALISTA 

¿POR QUÉ Y PARA QUIÉN ESCRIBIR?



(Ponencia presentada en el III Encuentro de Escritores de Rivas, el 11 de marzo de 2013 y que iré publicando por capítulos. Hoy va el primero)
I
La propuesta era hablar media hora sobre estas dos preguntas. Para ello contaba con mi ignorancia, pero como pienso que el saber no está en ninguna cabeza, sino en los libros, fui a plantearle las preguntas a unos cuantos amigos que tengo en mi librería: W. Szymborska, S. Freud, Saint John Perse, Chantal Maillard, El Perich, Johan Huizinga, etc.
Debo confesar que he robado y deformado fragmentos de estos amigos y no sólo eso, además he disfrutado con ello. Me declaro responsable de esos robos y esas desfiguraciones y de lo que escribí para articular unas cosas y otras. Sin culpa, sin remordimiento, porque el robo, sin papeleo, es delito, pero aquí ha habido papeleo...
Alguno de estos amigos había escrito jugosos libros acerca de la inutilidad de escribir. Esto me hizo pensar ¿por qué y para quién construyeron pirámides los egipcios, esas grandiosas escrituras en el desierto?
¿Por qué y para quién dejaron poblados abandonados -como puntuaciones en medio de la selva- los incas y los aztecas, sin que ese abandono se deba a una peste, una guerra o un terrible fenómeno natural?
¿De qué inutilidad estamos hablando?
En una reflexión superficial podríamos relacionar estas obras con el enorme peso de las piedras y con el sufrimiento de miles de hombres durante décadas, pero precisamente el hecho de haber vencido a la gravedad y al sufrimiento, hace que estas obras sean maravillosas.
Cuando nos miramos en ellas, la humanidad -en su conjunto- es bella.
La humanidad, individualmente, no deja de morir, de sufrir y de temblar, pero por encima de la muerte, el sufrimiento y el temblor puede, en sus sueños y realizaciones disfrutar de la victoria del pensamiento sobre la finita miseria de nuestra condición.
En lo esencial es el triunfo del trabajo, un trabajo que sólo la cultura puede apartar de una aplicación inmediata a la satisfacción de las necesidades de supervivencia. Esos poblados, aquellas pirámides son la muestra más palpable de un inmenso trabajo al servicio de un fin inútil, de un fin propio de la cultura. 
El trabajo de edificación de las pirámides es, en el fondo, la negación del trabajo si concebimos únicamente el trabajo como lo que viene a satisfacer las necesidades. Este desafío a la muerte no evitó la muerte de nadie. Fueron construidas como si el trabajo fuera despreciable. La riqueza de este trabajo oculto consagraba al faraón muerto, haciendo de él lo que había sido en vida, la imagen de la eternidad divina.
Hemos visto en qué sentido el trabajo de escribir es inútil. Pero como para romper una nuez con mis manos necesito otra nuez, hemos agregado otra inutilidad: gozar, algo que no sirve para nada, pero que sin ello nada en la vida tiene sentido.
Pero pudiendo hablar ¿por qué escribir? En lo inmediato, en lo que llamamos espontáneo, lo que brota son nuestros prejuicios. Se escribe para intentar, en soledad no solitaria, en silencio que no sea acallar, revertir esta derrota.
Más las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere decirlo? Quiere decir el secreto de lo que no puede decirse con la voz, como las grandes verdades. La verdad de lo que nos pasa en el rostro del espejo, frente al cadáver del semejante y cuando hacemos el amor, no puede decirse. Y esto que no puede decirse, es lo que -si se pudiera- se tiene que escribir.


II
Encontramos en la creación poética una conexión -entre otras- entre juego y cultura. La poesía, nacida en la esfera del juego, permanece en ella como en su casa.

Pero ¿qué es el juego? Una acción que se despliega dentro de ciertos límites de tiempo, espacio y sentido, según reglas libremente aceptadas y (otra vez) fuera de la utilidad y las necesidades materiales.

Si observamos a un niño, vemos que es ésta su actividad preferida y más intensa. Jugando, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada, lo toma muy en serio y lo inviste de un gran monto afectivo. Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino la realidad. El juego es vecino del humor, que es una cosa muy seria.

El niño diferencia la realidad de su mundo de juego y tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginadas con cosas palpables y visibles del mundo real. Así le basta montar una escoba para convertirse en "el jinete Vengador", o disparar rayos letales con un llavero para liquidar fantasmales enemigos.

Pasando el tiempo, el adulto deja de jugar, pero sólo aparentemente, ya que no hay cosa más difícil para un ser humano que la renuncia a aquello con lo que ha gozado. En verdad, no hay renuncia sino formación de subrogado. Así, el adulto cuando cesa de jugar, sólo resigna el llavero y la escoba. O sea, en vez de jugar, fantasea, crea lo que llamamos "sueños diurnos".
Pero el fantasear no es observable como ocurre con el juego. El niño no juega para los adultos como si estos fueran su público, pero tampoco oculta de ellos su jugar.
En cambio el adulto se avergüenza de sus fantasías, las esconde de los otros, las cría y moldea como sus intimidades más personales y preferiría confesar sus faltas antes que contar sus fantasías, ya que no sospecha que esta es una producción que todo ser humano alberga.
O sea que aunque el fantasear sea continuación del juego, los fundamentos de ambas actividades son diversos. El deseo impulsor más fuerte del niño es el de "ser grande" y se calza los zapatos de mamá o papá, sin que haya razón alguna para ocultar el juego ni el deseo que lo sostiene.
En el caso del adulto, por un lado sabe que de él se espera que no juegue ni fantasee, que se ocupe de "cosas serias", que siente cabeza y, por otro, entre los deseos productores de sus fantasías los hay agresivos y eróticos y esta es otra razón para esconderlas.
Así podemos establecer la hipótesis de que a la continuidad (con las diferencias señaladas) entre juego y sueño diurno o fantaseo, puede venir a agregarse la creación poética, con la salvedad de que mientras la comunicación de las fantasías de un "soñante diurno" nos escandalizaría o nos dejaría fríos, cuando el poeta juega sus juegos ante nosotros, como su público, sentimos un elevado placer. 
Cómo lo consigue, es su más genuino secreto. En el trabajo necesario para superar aquél escándalo o aquella frialdad reside el verdadero arte poético.
El goce de la obra poética proviene de la liberación de tensiones en el alma. También contribuye y no en menor medida, que el poeta nos habilite para gozar -en lo sucesivo- de nuestras fantasías sin remordimiento ni vergüenza..

III
Lo dicho nos permite entrever que la creación poética no es algo puramente estético, no es arte de embalsamador, ni de decorador. No cría perlas de cultivo, ni comercia con simulacros o emblemas y tampoco se contenta sólo con una fiesta musical.
En su camino traba alianza con la belleza -alianza suprema- pero no hace de ella su fin, ni su único alimento. No disocia el arte de la vida, ni el amor del conocimiento.
Es acción, es pasión, es poder, potencia y renovación de su oficio: profundizar, indagar en los misterios del hombre, de la mujer, de la vida, del amor, de las guerras, de las grandezas y miserias de ser humano, de la muerte y sus infinitas máscaras.
El amor es su hogar, la insumisión su ley y su territorio la anticipación. Nunca es ausencia ni rechazo. Amenazado, como todos, por la inercia y la comodidad, poeta es aquél que rompe la costumbre, aquél que visita todos los excesos sin quedarse a vivir en ninguno.
La poesía, atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce igual a la vida misma y, como ella, nada tiene que justificar. Y como una grande y sola estrofa viviente, engarza al presente de sus letras lo que del pasado ha sido y todo lo por venir.
La oscuridad que se le reprocha no proviene de su propia naturaleza, que es la de esclarecer, sino de la noche misma que explora: los enigmas que retan al ser humano con preguntas y problemas.
Hay preguntas que degluten toda respuesta y permanecen en pie. Hay problemas que no buscan solución, sino despliegue.
A aquellas indagaciones y a estas problemáticas se ha dirigido desde el primer verso de la humanidad la creación poética. En toda cultura floreciente, viva, la poesía representa una función vital, social; puede ser, al mismo tiempo, culto, diversión, festival, juego social, proeza artística, prueba, enseñanza, persuasión, encantamiento, adivinación, profecía y competición.
Una vez más vemos que debemos abandonar el prejuicio de que la poesía tiene tan sólo una función estética o que podría ser explicada desde bases puramente estéticas.
Si antes propusimos que escribir es un mandato social, deberíamos agregar aquí que es también una exigencia ética.

Me explico: en este mundo que nos tocó vivir en el que hay piedras, árboles y animales (alguno de los cuales hablan) existe un amo que somete a todo lo existente a una dictadura invencible: el tiempo cronológico que, por otra parte, es el mejor maestro, si no fuera porque va matando a sus discípulos. Como me dijo un viejo borrachín hace unos años: "lo malo es que cuando estamos preparados para el examen, cierran la Escuela".
En este mundo, decía, existe un ser del que, a veces, se puede decir que "es una piedra", otras se lo puede "dejar plantado" como un árbol y, en verdad, es un animal que se diferencia de los demás por la atroz maravilla del lenguaje gracias a la cual vive -además de la servidumbre al amo que lo va a matar- otros tiempos: la ínfima eternidad del impulso, el futuro anterior del deseo, la intemporalidad histórica de la escritura.
He aquí la exigencia ética: escribir para aumentar la deuda simbólica con los que escribieron para que pudiera leer, con ese legado cultural del que somos deudores si no queremos caer en la locura de creer que el mundo ha nacido con nosotros y que con nosotros morirá.


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