sábado, 3 de marzo de 2018

ROBERTO ARLT FINAL DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

 
Roberto Arlt             
 Cuántas veces con Sadi, nuestro cronista de guerra, a su regreso de las trincheras, conversamos de los caminos de España y del horror de los bombardeos. Él, con la pipa humeando en el cuenco de la mano; yo, con un cigarrillo entre los dedos. Recuerdos comunes, pasajes vistos. Madrid, Granada, Zaragoza, la Casa de Campo, la Alhambra…
            Ahora, frente a la máquina de escribir, el blanco del papel se extiende ante mis ojos como una alucinación en la llanura nevada. La llanura de Teruel. Nieve. Frío. Podría estar yo allí. Podría estar Sadi en esta comitiva de automóviles que van cargados de periodistas hacia Teruel. Entrecierro los ojos; dejo de escribir… podríamos estar allí cualesquiera de nosotros…
            El automóvil corre por el camino de nieve. Tras el parabrisa ahumado de neblina, barbudos rostros de hombres con gorras orejeras y un palo de tabaco consumiéndose entre los dientes.
            El auto corre, levantando a lo largo del camino montículos de tierra alcanforada de nieve. Montañitas violetas recortan el cielo, donde palidece un sol de invierno. Es la 1 de la tarde. 
            A veces uno de los cuatro hombres del automóvil vuelve la cabeza y mira allá, en un recodo del camino, a otro automóvil que los sigue. Son camaradas. En aquel coche vienen el corresponsal de United Press, un francés de barbita y un oficial nacionalista.
            Tras las gafas, los del segundo coche se sonríen, pensando en la barbita del francés. Tras de las gafas, los del primer coche se sonríen.
            Mucho más atrás aún vienen otros tres coches. Pero sus hombres se han retrasado almorzando.
            Míster Sheepshanks, míster Neil, míster Phlyby y míster Bradish Johnson conversan de la guerra.
            Míster Neil, al volante del automóvil, chupa su cigarro y dice:
            --Antes de la guerra esos eran campos de azafrán…
            Un estampido sordo es continuado por un redoble de truenos.
            --Es importante  --murmura míster Phlyby.
            --Es  --rezonga míster Sheepshanks.
            --Grueso calibre  --murmura míster Neil.
            Los cuatro hombres se miran. 
            --Resisten aún los republicanos  --piensa míster Bradish.
            Los cuatro hombres callan. Siempre sucede así: se dicen media docena de palabras sin importancia, y luego se callan. 
            Míster Neil señala el arrollo de Cellia, cuyas aguas pasan enturbiadas de sangre.
            --Aquí se pescaban buenas truchas  --dice.
            Los cuatro hombres sonríen. Piensan en la satisfacción de pescar a la sombra de un recodo de la montaña en las vacaciones de verano. Míster Sheepshanks rezonga:
            --Si nos vieran los compañeros…
            Súbitamente cada hombre piensa en la redacción de su diario. A esa hora las máquinas están inmóviles. Los hombres de la limpieza friegan el piso. Pero cada uno elige su vida, y la del periodista no es la peor.
            Una ambulancia pasa rápidamente. Después otra. Después otra. Algunas gotas de sangre quedan en la nieve. Míster Phlyby escupe a un costado. No termina de acostumbrarse a la sangre. Míster Neil, ceñudo, mira siempre adelante. Sus compañeros lo miran a él. Es el hombre más experto del grupo. El que conoce mayor cantidad de horrores. Es tan frío como la misma nieve y más aventurero que Lawrence. Ha estado en Palestina, en Etiopía, en Bilbao, en el mismo infierno. Habla en italiano, en francés, en inglés, en árabe, en castellano. El mariscal Badoglio lo ha condecorado. 
            Tiene siete experiencias y el cuerpo labrado de cicatrices. Habla poco y tiene el orgullo del periodista moderno: estar junto al fuego donde los hombres fríen la catástrofe.
            Los camaradas que lo acompañan también saben esto y también desean imitarlo. O superarlo. El gran periodismo es una especie de pugilato.
            Los cuatros “místers” fuman. De pronto míster Phlyby arroja su cigarro y anuncia gravemente:
            --No fumaré más. Es dañoso para la salud. 
            En el horizonte los truenos retumban más cercanos. La nieve refleja un sol de azufre. Pálido y remoto. 
            --Convengo con usted que el tabaco es dañoso para la salud  --afirma míster Bradish--.  Cuando yo dejo de fumar aumento en tres meses siete kilos…
            Míster Neil sonríe irónicamente y no aparta la mirada del camino nevado que corre a lo largo de pequeñas montañas violetas. Y en un recodo aparece nuevamente otro convoy de ambulancias. La nieve se tiñe de escarlata. Los hombres del automóvil vuelven la cabeza. Míster Neil murmura:
            --¿Será cierto que han entrado en Teruel?
            --No lo hubieran anunciado  --afirma míster Sheepshanks--…
            --El cañoneo es demasiado intenso para pertenecer a una resistencia en retirada.
            En medio de la llanura de nieve yace un tanque desfondado, y el rostro de míster Neil está cada vez más grave. Vuelve la cabeza. A cinco metros de distancia avanza el automóvil donde viene un compañero de la United Press, otro de un diario francés y un oficial nacionalista. Y simultáneamente los cuatro hombres piensan que el camarada de la United Press no debe venir muy divertido con el francés de barbita, que es corresponsal de la Acción Francesa
            El cañoneo es más próximo y duro. Neil cavila. El suelo está marcado de rayaduras de proyectiles. 
            Neil va a decir algo… Un volcán se abre ante sus ojos y el estampido le vuela los tímpanos fuera de la cabeza. El coche gira sobre sí mismo y se tumba a un costado. En su interior hay cuatro hombres despanzurrados, desangrándose.
            Son cuatro periodistas que iban en busca de noticias, que nosotros leemos plácidamente cuando viajamos en el tranvía o arrimados al mantel, en la mesa, durante la hora del almuerzo.
                                “Al margen del cable”, 4 de enero de 1938

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